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Me la imagino incesantemente etérea, intocable. Siempre rodeada de miradas desgarradoramente lúdicas. Al centro, tenuemente iluminada, entre cadenas y cueros negros flagelantes, mancebas manos intentan acercarse hacia donde sus ganas emergen frenéticamente. Tal parece que, dicho frenesí carnal, que se humedece entre espasmos y contorsiones más bien provocativas que inherentes a cualquier ritual mecánicamente ensayado, incita en aquellos cuerpos desnudos la angustia más desorbitante. Pulsiones libidinales que flexibilizan la realidad, y la confunden con matices de locura pasional.Aquellas manos por más que intentan, nunca logran alcanzar al objeto del deseo y la ira arranca sus miradas.En uno de los rincones de la oscura habitación se descubren impávidas ante lujuriosa mirada, dos cuerpos que al compás de su propia música lamen desesperadamente cada espacio de piel sin dejar resquicio virgen. Todo es tocado por aquellos húmedos deseos. Sus manos, una contra otra, como si estuvieran colocadas frente a un espejo, danzan incautas, encontradas, transmitiendo por los poros mucho más que impulsos eléctricos.Es la complicidad, tan prohibida como sus deseos, la que marca impulsivamente el ritmo de sus roces, de sus caricias, y la que de alguna manera, aprisiona frenéticamente la impasividad de sus cuerpos.Lucha de sucesiones locas donde al menor descuido se abren orificios y penetran húmedas caricias.Sólo pierde aquella que se descuida o que quiere perder, y al fin, quién sucumbiría ante la ilusión de tener por breves instantes el poder de la otra en su entrepierna, en una intrusión que lejos de parecer derrota es la apremiante vanalización de sus santas mieles...